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TDAH adultos

El TDAH es un trastorno del neurodesarrollo que se manifiesta en la infancia. Establecer su prevalencia no es fácil. Las diferencias entre países en cuanto a criterios de diagnóstico, prácticas de evaluación y disponibilidad de recursos de salud mental dificultan las estimaciones. El sobrediagnóstico o, por el contrario, el infradiagnóstico (en ocasiones, por estigmatización social) que se observa en distintas regiones del mundo también puede desvirtuar las cifras.

La OMS sitúa la prevalencia mundial del TDAH en niños y adolescente en torno al 6%, y al 4% en adultos. Los síntomas desaparecerán en el 40% de los niños cuando alcancen la edad adulta. El 60% de ellos seguirán siendo adultos con TDAH.

Con frecuencia, el adulto no sabe que tiene TDAH. Muchas personas acaban autodiagnosticándose porque acceden a información sobre el tema o porque, al ser diagnosticados sus hijos, reconocen esa sintomatología en ellos mismos.

¿En qué consiste la evaluación?

  1. Comenzamos con una exhaustiva entrevista estructurada a través de la que se investiga la situación actual del paciente y se compara con su desarrollo durante la infancia.

    Si una persona acude a consulta preocupada por un posible TDAH y comenta que los síntomas han empezado hace poco, es poco probable que se trate de un trastorno por déficit de atención. Utilizo el adjetivo «probable» porque hay adultos que, aun teniendo el trastorno, no les ha generado excesivo desajuste -han podido compensar sus déficits- y ha pasado desapercibido hasta el momento.

    Lo más frecuente, sin embargo, es que el adulto con TDAH arrastre un claro historial de dificultades relacionadas con esta sintomatología, tanto en la niñez como en la adolescencia.

  2. Mantenemos entrevistas con varios informantes (pareja, padres…) que, a través de los detalles aportados, nos permiten obtener una imagen más completa de cómo fue el desarrollo de esa persona en la niñez y la adolescencia.
  3. El paso siguiente es la evaluación neuropsicológica en la que exploramos el funcionamiento de las funciones ejecutiva (procesos atencionales, memoria, potencial intelectual, etc.) para identificar posibles disfunciones y si son coherentes, dado el caso, con el diagnóstico de déficit de atención.
  4. Llevamos a cabo entonces un diagnóstico diferencial a través del cual descartamos la existencia de otros trastornos que pudieran explicar mejor los síntomas referidos por el paciente.

    Cuando llegamos a la etapa adulta sin saber que tenemos un trastorno de déficit de atención, se suman a los problemas derivados del propio trastorno, los ocasionados por el desajuste que genera su desconocimiento. Aparecen entonces comorbilidades o sintomatología reactiva como, por ejemplo, la ansiedad.

    Ante un adulto con TDAH cabe preguntarse, por tanto, qué corresponde al propio déficit de atención y qué corresponde a los problemas que han ido germinando por ausencia de un diagnóstico temprano y de la oportuna intervención.

  5. Una que vez establecido el diagnóstico definitivo, llega el momento de la intervención, porque también el adulto la necesita. Lo ideal sería no tener que hacerlo, porque eso significaría que la ha recibido durante la infancia y la adolescencia. Pero esto no es lo habitual.

No hay un único tratamiento estrella y la intervención tiene que adecuarse a las necesidades del paciente. ¿Cuales son las opciones principales?

  • Tratamiento psicofarmacológico. En general, mejora los síntomas, ya que los fármacos específicos estimulan áreas concretas del cerebro afectadas por el déficit de dopamina.
  • Terapia cognitivo-conductual. Es la terapia de preferencia, pero tenemos que valorar si está indicada para ese paciente concreto. Hay personas con un alto nivel de introspección y capacidad para compensar determinadas conductas. En esos casos tal vez resulte más adecuada la intervención familiar o de pareja si los problemas se focalizan principalmente en estos contextos.

    La terapia cognitivo-conductual debe fundamentarse siempre en estrategias avaladas por la evidencia científica:

    • Psicoeducación. La persona con TDAH tiene que saber qué es el TDAH y, en particular, de qué forma le está afectando.
    • Análisis de la rutina de la persona.
    • Análisis de los recursos con los que cuenta (materiales, personales, etc.)
    • Intervención ecológica de carácter eminentemente práctico, es decir, sobre conductas y situaciones concretas.
    • Regulación emocional: prestamos especial atención a este apartado porque es lo que genera mayor malestar dentro de la sintomatología TDAH.

Una consulta habitual: ¿es el TDAH sinónimo de fracaso?

Mi respuesta a esta pregunta recurrente es un rotundo no. Por encima del trastorno está la persona, con su singularidad, sus estrategias, las capacidades que haya desarrollado y su historia vital, en particular, durante la infancia y la adolescencia.

En la evolución del trastorno intervienen múltiples factores:

  • Aspectos del desarrollo: que haya habido un diagnóstico y una intervención tempranos, por ejemplo.
  • Facilitadores ambientales: haber contado, por ejemplo, con personas que han desempeñado con éxito la «función de cortex prefrontal» durante la etapa clave de desarrollo.
  • Capacidad introspectiva: la capacidad de análisis y reflexión anticipa siempre mejor pronóstico.
  • Ausencia de comorbilidades.

Hemos de tener en cuenta, además, la potencialidad de algunos síntomas del TDAH. Al margen de diferencias individuales, hablamos de personas espontáneas (por su dificultad para inhibir respuestas), curiosas (por la necesidad de buscar estímulos), arriesgadas (al no detenerse a valorar los pros y los contras), emprendedoras (dispuestas a iniciar un sinfín de proyectos), nobles (sin dobleces por la falta de filtro), nada rencorosas (por la falta de atención), creativas, líderes, buscadoras de novedades,… No podemos dar la espalda a estas fortalezas y centrarnos solo en lo negativo. El quid no está en anularlas, sino en trabajarlas y canalizar ese potencial para que sean verdaderamente extraordinarias.

 
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