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Yo grito, tú gritas, todos gritamos…

Los seres humanos nos diferenciamos del resto de los animales por nuestra capacidad de raciocinio. Alardeamos de saber contener nuestros impulsos y mantener las emociones a raya gracias a esa capacidad. Sin embargo, un número cada vez mayor de investigaciones revelan que nuestro cerebro racional (áreas corticales) está condicionado por el cerebro emocional (estructuras subcorticales).

El número de conexiones que comunican las áreas subcorticales con la corteza es muy superior al número de conexiones que lo hacen en sentido inverso, es decir, contamos con menos recursos de los que creemos para gestionar o controlar nuestras emociones, mientras que estas emociones pueden condicionar (y de hecho, condicionan) nuestra forma de pensar y nuestras decisiones.

Pero veamos la viñeta…

  1. Guille está inmerso en un apasionante juego de Play Station. ¡Y nada menos que a punto de pasar al siguiente nivel!
  2. Mamá le recuerda que es la hora de la ducha.
  3. ¿Una ducha en un momento tan crucial de mi vida? -piensa Guille-. Llevado por el enfado responde con lo primero que se le pasa por la cabeza. Y claro…
  4. Mamá no admite esa contestación y, como cabría esperar, regaña al niño.
  5. Y aquí comienza una nueva partida: yo grito, tú gritas, él grita… y todos perdemos.

De lo más antiguo a lo más moderno

Las estructuras filogenéticamente más antiguas del cerebro maduran antes que las de reciente incorporación. Muchos niños y niñas carecen todavía de los recursos cognitivos de control (dependientes de la corteza cerebral) necesarios para gestionar el amplio repertorio de emociones con las que nacen.

Pero esto no solo ocurre con los niños. Debido en parte al menor número de conexiones córtico-subcorticales de las que hablábamos al comienzo de este post, los adultos tampoco se libran, a pesar de su mayor madurez, de las explosiones emocionales.

Es habitual que los niños respondan «sin control» en determinados contextos. Los adultos aceptamos las expresiones desmedidas de alegría y emoción sin problemas. No ocurre lo mismo con las emociones consideradas «negativas» (pese a su importante función adaptativa) como el miedo, el asco y, en particular, la ira.

Todas las emociones son necesarias

La persona que se enfada busca hacer entender al otro que no está de acuerdo, no le gusta o se siente molesta por algo. Lo ideal sería transmitir esa emoción de forma controlada para reducir el malestar del propio sujeto, facilitar la comprensión del mensaje y resolver el conflicto de la mejor forma posible.

Si llevar a cabo ese proceso en un momento de enfado resulta difícil para un cerebro normotípico, imaginemos el desafío que supone para el niño con TDAH, trastorno caracterizado por la afectación de las funciones ejecutivas implicadas directamente en los mecanismos de control.

Un modelo adecuado por parte del adulto de referencia facilitará el control emocional del niño (y evitará posteriores problemas de conducta, aprendizaje, socialización, autoestima, etc.). Recordemos, por ejemplo, que el procesamiento visual es más rápido que el auditivo, así que los niños incorporarán mejor lo que ven que lo que escuchan.

¿Pero cuál suele ser la reacción habitual del adulto ante las explosiones de ira infantiles? Actuar como caja de resonancia, gritar más que el niño (fácilmente excitable) y aumentar su nivel de activación. El resultado: un efecto bola de nieve difícil de contener.

¿Cómo debemos actuar entonces?

  • Aceptar que todos somos vulnerables a nuestras emociones, no solo los niños. Controlar la ira requiere de grandes dosis de esfuerzo y motivación.
  • Comprender que nuestro niñ@ con TDAH se encuentra en pleno proceso madurativo de su sistema ejecutivo y necesita de nuestra ayuda para aprender a controlar todas sus emociones, en particular, la ira. Esto acabará con prejuicios como «lo hace para molestar» o «es un maleducado».
  • Ante situaciones cotidianas que sabemos por experiencia que provocarán ataques de ira es práctico anticipar el plan de actuación («En 5 minutos apagamos la consola porque hay que ducharse»).
  • No centrarnos en evitar la emoción, sino en la gestión de la respuesta emocional. Que nuestro hijo se moleste porque no le dejamos seguir jugando a la consola es normal: estamos retirando un estímulo atractivo a cambio de otro desmotivador. Los gritos no conseguirán reducir el enfado. El nivel de activación del niño será tan elevado que no comprenderá la demanda del adulto ni buscará una solución apropiada.

  • Por tanto:

    1. En primer lugar, debemos validar la emoción de nuestro hijo, aunque no su forma de expresarla. Le explicaremos -siempre manteniendo la calma- que entendemos su enfado, pero que debe dejar el juego porque tiene otras responsabilidades que cumplir.
    2. A continuación, le ayudamos a diseñar un plan motivador que favorezca el cambio («Puedo jugar otro rato mañana»). Es muy probable que el nivel de activación no se reduzca a la primera ni a la segunda. Pero como conocemos a nuestro hijo o hija, nos haremos con una dosis extra de paciencia para ayudarle a calmarse (no hay una receta ni un procedimiento mágico para generar calma, ya que cada niño es distinto: contacto físico, dibujar «el enfado» en una hoja, juguetes antiestrés, técnicas de relajación basadas en la respiración, espacio libre de estímulos o ejercicio físico son algunos de los métodos utilizados).

IMPORTANTE

  • Para poder reducir la activación del niño, el adulto debe saber manejar la suya propia.
  • No olvidemos el refuerzo verbal cuando el niño haya conseguido transmitir su enfado de forma adecuada.
 

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