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¿Cómo actúo ante una rabieta?

En el post anterior definíamos las rabietas como el resultado conductual de la interacción entre un cerebro inmaduro y un ambiente complejo en constante cambio. Esta interacción -nada fácil para el niño y que tantas veces está en el origen de los enfados infantiles- es parte esencial de su aprendizaje y adaptación al mundo que le rodea.

¿Cómo afrontar una rabieta?

Teniendo en cuenta algunas cuestiones básicas:

  1. Entender que es un proceso natural y adaptativo. Nuestro objetivo no debe ser evitar las rabietas a toda costa, sino utilizarlas como oportunidad de aprendizaje. Como adulto, sé que cuando se produce una rabieta, mi hijo está expresando una emoción de enfado y tengo que ayudarle a entender por qué está enfadado y qué puede hacer con ese enfado para que no sea tan desgastante. Y, por supuesto, reconducir esa emoción.
  2. No perder la calma. Si ante una rabieta el adulto de referencia pierde la calma y comienza a gritar o da un azote al niño (reacción en espejo), se dispararán los niveles de enfado de éste porque, quien debiera aportarle contención también ha perdido el norte.
  3. Bajar el nivel de activación. En este apartado no me gusta ser demasiado rígida en cuanto a las distintas formas de enfrentarnos a estas situaciones, porque son muchas las teorías y todas tiene su parte válida. Tenemos, por ejemplo, la conocida teoría de la extinción («Mamá te retira por completo la atención y no te hará caso hasta que te tranquilices»). A mi juicio, un enfoque intermedio más eficaz desde el punto de vista del aprendizaje sería el «No voy a reforzar tu comportamiento prestándote atención, pero te voy a dar cierta tranquilidad con mi presencia». En ese momento el niño lo está pasando mal y es probable que no sepa cómo calmarse. Es importante que el adulto esté accesible para poder guiar su comportamiento y ofrecerle contacto físico si es necesario.
  4. Una vez que hemos conseguido reducir el nivel de activación a un nivel funcional (tengamos en cuenta que un estado emocional tan intenso compromete nuestro cerebro racional y no es posible pensar con claridad, seamos niños o adultos) es el momento de trabajar para consolidar aprendizajes.

    Llegados aquí, pueden ocurrir dos cosas:

    Presencia de lenguaje en el niño

    En este caso reconduciremos la atención hacia el evento que generó el malestar y explicaremos al niño el porqué del límite y le ayudaremos a generar alternativas (¿De qué otra manera podemos actuar en esta situación?). Acompañaremos al niño en la toma de decisiones y valoraremos si hay que corregir comportamientos porque, muchas veces, las rabietas generan otras situaciones complicadas.

    Veamos un ejemplo:

    Imaginemos, por ejemplo, que el niño, enfadado, pega un bofetón a su amigo. Aparte de la rabieta en sí nos enfrentamos a la situación generada por el bofetón, un nuevo escenario que corregir. El niño tendrá que pedir perdón, pero no sabemos si su amigo estará dispuesto a perdonarlo. De ser así, quien ha propinado el bofetón tendrá que aprender, además, a esperar y a superar el sentimiento de frustración que provoca la negativa de su amigo a perdonarlo y, probablemente también, el sentimiento de culpa. Pero es necesario que sienta esas emociones, porque son la base del aprendizaje y lo que nos impide volver a incurrir en el mismo error. El sentimiento de culpa es desagradable y hace que el niño (y el adulto) evite volver a sentirse así.

    Ausencia de lenguaje en el niño

    Como hemos visto en el post anterior, las rabietas son frecuentes durante los dos primeros años de vida, una franja de edad en la que el niño carece de lenguaje o éste está poco desarrollado. Hemos de trabajarlas, por tanto, de otra forma. Por regla general la mejor estrategia es desviar la atención del niño y redirigirla hacia otro estímulo, cuidando de que éste no actúe como reforzador, porque en ese caso estaríamos premiando (y reforzando) esa rabieta.

    Un recurso eficaz con niños pequeños es buscar un estímulo sorpresivo que enganche de inmediato su atención provocando el descenso automático del nivel de activación. Otra técnica es esperar a que pase el pico de la rabieta, pero estando disponibles («No te hago mucho caso, desvío la mirada, pero estoy aquí») porque es probable que nuestro hijo o hija se siente desvalido y trate de acercarse a nosotros solicitando nuestra ayuda. Podremos darle un abrazo y acariciarle, sin que esto signifique aceptar el hecho por el que se ha enrabietado. Sabemos que muchos peques, para llamar nuestra atención, pueden llegar a provocarse autolesiones (no son aún capaces de calibrar el riesgo de sus actos) y hemos de estar pendientes de que esto no suceda. Esta es, sin duda, mi recomendación: desviar la atención, pero sin retirarla del todo.

  5. El último paso será el de analizar la rabieta y preguntarnos «¿Qué ha pasado?». Esto nos permitirá anticipar otras situaciones parecidas y entender si esas reacciones emocionales han estado influenciadas por algún elemento que no hemos tenido en cuenta y que conviene subsanar: cansancio, hambre, enfermedad, etc.

A modo de conclusión…
Sabemos que padres y madres tenemos que transitar por el mundo de las rabietas. Es un comportamiento natural en el niño pequeño y, por tanto, inevitable. Lo que sí podemos prevenir es la aparición de rabietas innecesarias. Y la mejor forma de prevención son los límites. Un buen sistema de límites reduce las rabietas a las justas y necesarias. Pero este tema lo trataremos en el próximo post.

Icíar Casado (Psicóloga)


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