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Cuestión de contextos

Salvo que las dificultades sean muy severas, los problemas del niño no normotípico se manifiestan, por regla general, en el momento en que accede a la escuela. Los psicólogos utilizamos el término «no normotípico» para designar al grupo de niños que no comparten las características de la mayoría estadística de la población de su misma edad.

¿A qué están acostumbrados los papás y mamás de niños no normotípicos?

  1. A los comentarios negativos de los profesores. Por regla general, el feedback que recibe la familia no tiene que ver con lo que el niño hace bien, sino con lo que hace mal y, en particular, con lo que supone una molestia para los demás en el aula o en el patio.
  2. A la atribución de intencionalidad. Comentarios del tipo «Lo hace para molestar o llamar la atención» o «Podría evitarlo si quisiese» presuponen una intención en las conductas o dificultades que el niño muestra en el aula.
  3. Al rechazo de muchas familias. Los padres comentan las cosas que ocurren entre sus hijos y otras familias terminan haciéndose eco del comportamiento del niño, reprochándoselo y, en muchos casos, atribuyéndolo a una mala educación en casa.

¿Cuál es la realidad?

  • Primero: nuestros conocimientos se basan en las características «estándar» que cumplen la mayoría de los niños. La cuestión es que un porcentaje de niños no encaja en esas características. El desconocimiento de este grupo atípico se solventa a base de prejuicios. Y esto ocurre en el conjunto de la sociedad, no solo en el escuela.
  • Segundo: no hay recursos para facilitar la adaptación o integración en la escuela del niño no normotípico.

El resultado es que, con frecuencia, los padres no reconocen a sus hijos en la imagen que de ellos les transmite el entorno. Cuando nos hablan desde el colegio de nuestro hijo o hija, tenemos la sensación de que están refiriéndose a otro. Ante eso exclamamos: «¡Qué raro! En casa no se comporta así». Y es cierto: en casa nuestro hijo es un niño completamente diferente.

Este hecho ya nos aporta una clave relevante: todos adaptamos nuestra conducta al contexto. Esto es necesario porque, de lo contrario, tendríamos graves problemas adaptativos. Quienes nos dedicamos a la terapia infantil conocemos los muchos desajustes que ocasiona la dificultad de adaptación.

¿Cuándo aparecen los problemas?

Los problemas se manifiestan cuando diluimos fronteras y aunamos entornos. Los padres que no entienden el concepto de diversidad de contextos asumen la función de profesores y la casa deja de ser hogar para transformarse en escuela.

Importante:
Aunque estrechamente vinculados, casa y escuela son dos contextos diferentes. La casa no debe convertirse en prolongación del colegio.

¿Quiere decir esto que casa y escuela deben darse la espalda? No. El contexto casa es donde el niño hace los primeros aprendizajes que le permitirán desempeñarse con autonomía en la escuela. Debe poder trasladar al colegio lo que aprende en casa y viceversa. Necesitamos, por consiguiente, aprendizajes coherentes que permitan la generalización.

Quisiera subrayar aquí la importancia del contexto «casa» como entorno seguro que favorece el desarrollo de la autonomía del niño. Las relaciones en el seno de la familia se basan en el amor y afecto incondicional, no importa cómo sea nuestro hijo o cuáles sean sus dificultades; gracias al vínculo seguro, el niño puede mostrarse tal y como es, sin miedo al fracaso. En el hogar aprende a enfrentarse sin temor a las dificultades.

¿Qué ocurre cuando no hacemos diferencias entre contextos?

Cuando llevados por las exigencias externas (basadas en lo que dicen los profesores u otras familias) los padres adoptan un rol que no les corresponde, el desajuste que se observa en el colegio traspasa barreras y se traslada al hogar. Es muy probable que, como consecuencia, empeore la sintomatología que los profesores ven en el colegio (y que tal vez no observábamos en casa) y se manifieste en todos los contextos en los que se desempeña el niño.

La secuencia de hechos, tal como lo observamos en el gabinete, es la siguiente:

  1. El profesor de nuestro hijo nos habla de sus dificultades y nuestra reacción es de asombro («¿Pero cómo no me he dado cuenta de esto»?
  2. A continuación viene la negación (o nos vamos al otro extremo y experimentamos niveles elevados de angustia) que expresamos a través de comentarios como «¡Qué exageración!» o «¡Cómo se nota que esta persona no tiene hijos!».

    La negación es un mecanismo de defensa y la razón de que, por lo general, dejemos transcurrir un tiempo entre el momento en el que se nos comunican los problemas de nuestro hijo y el momento en que comenzamos a procesar esa información.

    La negación tiene una razón: deseamos que a nuestros hijos les vaya bien y tenemos un alto sentido de la responsabilidad que nos lleva a considerar que todo lo que les ocurre es responsabilidad nuestra como padres o madres. Además, solemos prestar gran importancia a lo que va mal, en tanto que consideramos natural lo que va bien.

    Pero, ¿qué ocurre si ese proceso de negación se alarga en el tiempo?

    No ayudamos al niño en periodos críticos. Los niños atraviesan, durante las etapas de infantil y primaria, lo que se conoce como «ventanas de desarrollo», momentos particularmente fructíferos de maduración cerebral. Es entonces cuando debemos intervenir para generar los mayores cambios ya que, a medida que el niño crece, el cerebro pierde flexibilidad y se reduce la capacidad de aprendizaje.

  3. Aún inmersos en el proceso de negación hay, sin embargo, algo que nos produce intranquilidad: no acabamos de ver bien a nuestro hijo. Comenzamos a improvisar en un intento de mejorar las cosas cayendo en comportamientos erráticos. Probamos esto y, como no da resultado, también lo contrario; actuamos sin convencimiento por falta de información; surgen diferencias de criterios entre los progenitores (debido a sus diferentes experiencias vitales, a su forma de gestionar las emociones, etc.). Aumentan las discrepancias y conflictos en la pareja. El resultado es una situación caótica, en la que no se mantienen las estrategias durante el tiempo necesario para obtener resultados. La ausencia de directrices claras y coherentes genera desasosiego en el niño (y también en los adultos).
  4. Como nuestro hijo o hija no mejora, nos reafirmamos en la creencia de que no hay nada que hacer. Caemos en la desmotivación y en el «Da lo mismo lo que haga, así que se queden las cosas como están».

¿Cuál es la visión del profesional?

Queremos transmitir una perspectiva integradora. No se trata de considerar el colegio y la casa como dos entes estancos. Casa y cole son contextos diferentes, pero deben tener un nexo de unión.

Cuando los profesores o familiares nos comentan cosas de nuestros hijos que nos duelen, debemos entender que la vía no es cuestionar la información recibida, sino entender que cada contexto es diferente y también es diferente lo que esperamos de nuestros hijos en cada uno de ellos.

El niño tiene que desarrollarse en armonía y adquirir aprendizajes significativos. En casa generamos aprendizajes que difieren de los que el niño adquiere en la escuela y lo mismo es aplicable a la escuela. Padres y profesores tenemos que integrar y construir puentes entre estos dos escenarios en lugar de perder el tiempo tratando de que el niño se comporte en casa como lo haría en la escuela y viceversa.

Padres y madres estamos implicados emocionalmente con nuestros hijos y es probable que, en ocasiones, no sepamos hacer esa diferenciación. En esos casos es conveniente la visión objetiva de una figura ajena. Es entonces cuando los psicólogos promovemos el proceso de evaluación, pero esto lo trataremos en el próximo post.

Icíar Casado (Psicóloga)


 

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