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Autonomía infantil: un término confuso

Creo que merece la pena dedicar unas líneas a aclarar qué significa «autonomía» en el contexto del desarrollo infantil porque, cuando escucho a los padres hablar de autonomía, me da la impresión de que la entienden como la capacidad de sus hijos de hacer las cosas solos y bien. Esto no es real ni realista.

Para que haya autonomía, padres, madres y personas a cargo de los niños hemos de estar accesibles para acompañarles en sus necesidades emergentes.

¿Por qué necesidades emergentes? Porque no se trata de anticiparnos a lo que pueda pasar ni de estar siempre pendientes de que no ocurran imprevistos. Los niños nacen con una poderosa capacidad de aprendizaje y el entorno constituye el perfecto campo de pruebas. Nuestro cometido es estar a mano para que puedan recurrir a nosotros, si lo necesitan, y acompañarles en la dirección adecuada.

Educar en autonomía

No podemos pretender que nuestros hijos sean autónomos sin formar parte de ese proceso de aprendizaje. El objetivo último es que el niño haga las cosas por sí solo, pero para llegar a él hay que transitar por un largo proceso de acompañamiento, repetición, éxitos y también errores. La educación en autonomía necesita la presencia de los padres.

¿Cómo generamos este aprendizaje?

En primer lugar no confundiendo el cuidado con la sobreprotección. Nuestros hijos están en pleno desarrollo social, emocional y conductual. Necesitamos darles espacio, tiempo y dejar que las cosas ocurran. Si nos anticipamos y no permitimos que los niños hagan y deshagan, cortocircuitaremos ese desarrollo.

Otro de nuestros cometidos es generar motivación a través de la razón y no de la imposición (siempre que sea posible). Es mejor el «si subes a ese árbol corres el riesgo de caerte» que el «ni se te ocurra subir a ese árbol». En el primer caso estoy explicando al niño por qué no conviene que se suba a un determinado lugar. Si pese a ello, se sube y cae, aprenderá por experiencia directa que «esto lleva a aquello», un aprendizaje de lo más eficaz. Obviamente, no permitiremos que nuestro hijo se exponga a riesgos para su integridad física, pero hay que buscar el equilibrio entre lo que es peligroso y aquellas situaciones que le permiten realizar un trabajo cognitivo importante como es evaluar el riesgo, valorar su capacidad para afrontarlo o las posibles consecuencias. Cuando obligamos a hacer algo, cerramos la puerta del aprendizaje.

¿Cómo lo hacemos?

  • Recurriendo a la educación en lugar de a los límites indiscriminados.
  • Hablando de consecuencias en lugar de castigos.
  • Planteando responsabilidades y ofreciendo la oportunidad de tomar decisiones.

Los niños, por muy pequeños que sean, pueden tomar decisiones sencillas, en particular, si les proponemos varias alternativas. Dejemos que decidan. Les vestimos, les decimos lo que tienen que comer y a lo que tienen que jugar. Es obvio que hay cuestiones que el adulto no puede delegar en el niño, pero hay otras en las que éste sí puede decidir. Esto generará situaciones de alto nivel pedagógico. Si tu hijo decide ponerse la camiseta de tirantes y el pantalón corto en un helador mes de enero, ésta será la ocasión de explicarle por qué no debe hacerlo.

¿Cuándo lo hacemos?

  • A través de las rutinas cotidianas (en particular, en los fines de semana en los que hay menos presión de tiempo)
  • La interacción con iguales: invitar amigos a casa siempre es buena idea.
  • El tiempo de juego con los padres: compartir ratitos de juego es importante. Cuando los niños juegan aprenden de forma natural, adoptan roles, se proyectan en distintas situaciones y resuelven problemas de la vida cotidiana.

La autonomía que generamos a través de tareas sencillas se trasladará con el tiempo a aprendizajes más complejos como pueden ser las tareas escolares. No podemos pretender que nuestros niños hagan los deberes solos si no han aprendido a ejecutar con anterioridad tareas más simples y cotidianas.

¿Más autonomía en el colegio?

Los chavales son mucho más autónomos en el colegio que en casa: comen solos, se atan los cordones, recogen sus materiales… Esto lo observamos los padres con claridad. ¿Por qué? Existe, obviamente, un aprendizaje por modelo (todos sus compañeros) pero, además, los profesores son adultos de referencia: siempre están ahí. Ayudan al niño en clase, en el patio, en el comedor, en el cuarto de baño. Son -sobre todo en la etapa infantil- figuras seguras. El profesor no se anticipa; distribuye trabajos y actividades entre los alumnos e interviene cuando observa que uno de ellos tiene una dificultad.

Mientras que el colegio hace una excelente labor en cuanto a instauración de hábitos y rutinas, hay grandes carencias en los recursos destinados al aprendizaje académico. Necesitamos medios que permitan adaptar el nivel curricular a las necesidades de los alumnos.

¿Centros ordinarios o centros de educación especial para NEE?

La autonomía del niño es el objetivo clave. Cuando selecciono el centro educativo al que acudirá mi hijo debo pensar en qué tipo de educación beneficiará más a su autonomía.

A veces creemos que si nuestro hijo o hija con alguna discapacidad no acude a un centro ordinario no contará con el modelo que pueden ofrecerles los niños normativos. ¿Pero qué ocurre cuando metemos a un niño con necesidades importantes en contextos que no tienen recursos para atender esas necesidades? Termina creando dependencias del profesor de apoyo que le integra en el grupo de iguales y le facilita el día a día. De acuerdo, es probable que el niño vaya pasando de curso, pero no está claro que esté mejorando su nivel de autonomía. ¿Qué pasará cuando no esté ese adulto?

Esta es, sin duda, una decisión complicada para las familias, pero al decidir qué tipo de educación queremos para nuestros hijos pensemos en aquella que les permita llegar a ser personas autónomas.


 

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