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La sobreprotección también afecta a los padres

En posts anteriores hemos analizado las repercusiones de la sobreprotección sobre el desarrollo de nuestros hijos. ¿Pero cómo afecta a los padres?

Destacaría tres efectos particularmente perjudiciales:

  • Al basar la educación en la sobreprotección vivimos la crianza con ansiedad y en estado de hipervigilancia, con la continua sensación de tener que anticipar todos los movimientos de nuestros hijos para mantener las cosas bajo control. Esta situación no es viable y termina desbordándonos.
  • Proyectamos expectativas poco realistas. Deseosos de que nuestros hijos aprovechen el tiempo y sean buenos en todo, los inscribimos en multitud de actividades extraescolares y olvidamos la importancia -en particular para los más pequeños- del juego libre y no dirigido a través del cual aprenden a resolver problemas, a cometer errores, a frustrarse y a estimular la creatividad.
  • Asumimos un método de crianza «intensiva» mal entendido e inviable, porque no podemos llegar a todo. ¿Cómo actuamos cuando las cosas nos superan? Utilizando estrategias educativas poco adecuadas (como los límites sin sentido o el castigo) y dinámicas que no ayudan al aprendizaje.

Algunas consecuencias de la sobreprotección:

– Crianza vivida con ansiedad.
– Expectativas poco realista respecto al niño o niña.
– Adopción de estrategias educativas poco adecuadas.

¿Cuál es, por tanto, la realidad?

  • Exceso de límites. En nuestro intento de querer abarcarlo todo nos encontramos, a veces, con situaciones que no podemos controlar y que intentamos zanjar a golpe de obediencia. ¿Cómo? Con el abuso de límites. Los límites son imprescindibles, pero no pueden ser la norma: un exceso de límites los hace ineficaces.
  • Estrategias indiscriminadas de premio-castigo. «Si no recoges la habitación te quito la tablet». Y también la versión opuesta: «Si te duchas te dejo la tablet». Estas estrategias, que pueden ser eficaces utilizadas en momentos puntuales, no pueden constituir los cimientos de la educación, porque lo único que conseguiremos es que nuestro hijo necesite motivación externa para hacer cualquier cosa. La capacidad de iniciar respuestas es lo que nos permite tomar decisiones. Si no favorecemos las respuestas autogeneradas, los actos de nuestros chavales dependerán de que alguien externo proponga y premie: creamos personas dependientes y sin iniciativa.
  • Estas estrategias están integradas en nuestra vida cotidiana por su eficacia para ejercer el control y fomentar la obediencia (y la dependencia). Tengamos en cuenta, sin embargo, que no favorecen el aprendizaje ni la autonomía.

  • Resolución del problema recurriendo a la autoridad que nos confiere la función de padre o madre (el «porque yo lo digo»). Enseñamos a nuestros hijos un modelo que no queremos que después apliquen con sus iguales.

¿Niños autónomos o autómatas?

A través de las estrategias anteriores criamos niños autómatas que solo funcionan en presencia de una figura de autoridad (mamá, papá, profesor…).

Recordemos una vez más: ¿cuál es nuestro doble propósito como padres?

  1. Proteger. En este caso tenemos que hablar de límites. Hay situaciones de riesgo que exigen una autoridad clara para controlar o modificar determinadas conductas. En este caso prevalece, por encima de todo, el criterio de protección.
  2. Educar. Aquí no tienen cabida los límites, sino la escucha activa y la comunicación efectiva con nuestros niños. En ese proceso iremos aportándoles herramientas que favorezcan el desarrollo de la autonomía.

¿Cómo cumplimos ambos propósitos?

  • Observación y paciencia. Como padres debemos observar en lugar de actuar a la primera de cambio. Y, en particular, trabajar la paciencia, algo que tanto nos cuesta a todos, con independencia de la edad. En este proceso, haremos hincapié en el esfuerzo. Los padres solemos enfocarnos en los logros de nuestros hijos, una visión errónea, dado que están en pleno proceso de aprendizaje. Lo que importa, con vistas al futuro, es que la persona sea capaz de realizar el esfuerzo necesario para alcanzar lo que se propone. Esta es la base de la autoestima.
  • Valorar el error como parte del aprendizaje. Los niños se tienen que confundir para aprender, porque ese será el estímulo que les llevará a hacer las cosas de otra forma la próxima vez. Podemos acompañarles en ese camino ayudándoles, por ejemplo, a gestionar las emociones desagradables (a nadie le gusta confundirse). Si impedimos que el niño se confunda estaremos entorpeciendo su desarrollo.

  • Evitar dinámicas de premios y castigos que educan en la motivación externa. La autonomía requiere motivación interna. Eduquemos sobre el conocimiento de las consecuencias reales (mejor el «es probable que si sigues comiendo chocolate te duela la barriga» que el «si sigues comiendo chocolate te quedas sin tele»).
  • Educar en empatía. Esto no significa que el niño tenga que estar feliz siempre. Habrá momentos en los que lo pase mal. Pero la vida es así y nuestro papel es acompañarle en estos procesos. Aprovechar todas las situaciones para trabajar la empatía, la gestión emocional, la búsqueda de alternativas… todo lo que promueve la toma de decisiones que es, al fin y al cabo, lo que nos permite ser personas independientes.

Quiero terminar este post con una preciosa frase del escritor argentino Jorge Bucay, que refleja a la perfección lo que sería deseable:

«Nuestro objetivo, como padres y madres, es criar niños y niñas con raíces y con alas.»

Y esto requiere observar, enseñar a batir las alas y dar espacio para practicar el vuelo. Confiar en que nuestros hijos pueden volar exige aceptar una pérdida de control que no siempre es fácil asumir. Pero la seguridad en uno mismo y, su prima hermana, la autoestima, se gestan desde los primeros años de vida. No dejemos que nuestro papel protector desvirtúe nuestra función de educadores.


 

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