Cualquier psicólogo infantil lo corroborará: el grado de implicación de los padres en la terapia de sus hijos es un factor determinante del pronóstico de la intervención terapéutica.
Una creencia extendida es la de atribuir al niño tanto el origen del problema como la responsabilidad del cambio. Esta percepción errónea genera frustración en todas las partes involucradas en el proceso -el menor, los familiares y los profesionales-por una sencilla razón: es muy difícil generar cambios tratando al niño como alguien ajeno a una estructura familiar.
Quienes nos dedicamos a esto nos damos de bruces a menudo con el desafío de integrar a la familia en el proceso terapéutico. Aunque hay excepciones, son muchos los padres que se desvinculan con la justificación de que «arreglar las cosas» es cometido exclusivo del profesional.
Los motivos son muchos. Así, algunos progenitores niegan las dificultades de sus hijos porque reconocerlas les genera angustia; otros no están dispuestos, por su historia o situación personal, a asumir cambios que entrañan un coste emocional, de tiempo o de esfuerzo. También están quienes, debido a su escasa capacidad de auto-observación, no perciben las dinámicas familiares que están influyendo en el problema.
Un hecho es innegable: los niños necesitan a sus adultos de referencia para recibir cuidado y protección. Su supervivencia depende en gran medida de su capacidad de adaptación al contexto familiar. Por lo tanto, no sería correcto calificar las conductas inadecuadas del niño como «comportamientos poco adaptativos», ya que su objetivo es, precisamente, adaptarse ese contexto y circunstancias como mejor sabe y puede.
Fuera de ese entorno, sin embargo, esos comportamientos resultarán inadecuados o problemáticos. Y también los padres se sentirán preocupados cuando los conflictos en el seno familiar empiecen a ser recurrentes.
Desde la perspectiva de los progenitores, implicarse en el proceso terapéutico no siempre es sencillo. Exige mirarse a uno mismo, cuestionarse conductas arraigadas en el tiempo y desnudarse ante el terapeuta. Además, pueden surgir sentimientos de culpa al reconocer la propia influencia en la conducta infantil.
Es cometido del psicólogo ayudar a manejar esa culpa y transformarla en un sentimiento mucho más constructivo: el que procede de la sensación de recuperar el control.
Surge entonces el pensamiento de «puedo cambiar y hacer que mi hijo o hija se sienta mejor». Los padres pasan de ser meros observadores del niño a tomar conciencia de las interacciones generadas entre ambas partes.
El terapeuta se encuentra en posición de adoptar una perspectiva objetiva de cada uno de los miembros de la familia y, por consiguiente, de proponer estrategias de cambio concretas.
Y el menor, por su parte, se ve inmerso en un ambiente facilitador indicado para generar motivación, reforzar los cambios introducidos y favorecer la consolidación de los nuevos aprendizajes.
Tal vez te interese:
→ La importancia de reforzar el papel de los padres en el proceso terapéutico.