Los bailes veraniegos en las fiestas del pueblo ocupan un lugar privilegiado en mis recuerdos juveniles. Tan pronto sonaba la primera nota, todos los adolescentes saltábamos a la pista habilitada en la plaza, cual mosca atraída por la miel. En realidad, no todos: Carla permanecía apoyada en la pared sin perder detalle. «Solo bailo si me sale perfecto», respondía ante nuestra insistencia de que se uniese al grupo.
Desconozco cuáles eran las exigencias que se imponía Carla cuando a lo más que aspirábamos el resto era a dejarnos llevar por el ritmo y aprovechar la ocasión para tontear con el chico o chica que nos gustaba. Pero Carla era así: solo hacía -como aclaraba con naturalidad– «lo que le salía perfecto». Nunca la vimos bailar.
La búsqueda de la excelencia como necesidad
Para muchas personas, la satisfacción de hacer las cosas bien es lo que da sentido a sus vidas. Científicos, músicos, escritores, pintores, actores y deportistas que nos asombran con sus logros, nos emocionan con sus obras o revolucionan el mundo con sus descubrimientos no habrían alcanzado ese nivel de desempeño de no ser por su perfeccionismo.
Sin embargo, la línea que separa unos elevados niveles de exigencia personal de la frustración generada por la imposibilidad percibida de cumplir esas expectativas es tan fina como peligrosa: el perfeccionismo es un rasgo nuclear de muchos desórdenes afectivos. Puede actuar como fuerza motivadora que conduce a la excelencia, pero también provocar desmotivación y abandono. O, en el otro extremo, trabajo compulsivo e insatisfacción permanente.
¿Sano o desadaptativo?
El niño con un perfeccionismo sano o adaptativo es capaz de concebir proyectos ambiciosos y detallados, considera sus limitaciones, se marca objetivos exigentes aunque realistas, y se embarca en la tarea de alcanzar esa meta con perseverancia y motivación, sin arredrarse ante la idea del fracaso. Siente placer por el esfuerzo, disfruta con sus logros y esa satisfacción le empuja a plantearse nuevos retos.
El niño con perfeccionismo insano o desadaptativo se establece expectativas poco realistas acerca de su rendimiento, es extremadamente crítico consigo mismo, duda continuamente de su capacidad para ejecutar la tarea planteada y sobrerreacciona ante los fallos. De alcanzar el éxito, posiblemente lo atribuya a factores externos y no a su propia valía, lo que le impide sentirse satisfecho de sus logros.
Sobreestima el riesgo, vive pendiente de la crítica ajena y necesita aprobación constante. No encuentra placer en el esfuerzo y el miedo a no satisfacer las expectativas del entorno le conduce, o bien a la procrastinación y a la perpetua sensación de insatisfacción o, por el contrario, a la necesidad imperiosa de mantenerlo todo bajo control, por lo que termina desarrollando patrones rígidos de pensamiento.
Cuando carece de herramientas para gestionar el malestar y el estrés, es vulnerable a desórdenes como la ansiedad, la depresión, el trastorno obsesivo-compulsivo o los desórdenes alimentarios.
La importancia de la intervención temprana
Padres y profesores debemos entender las causas que subyacen tras el perfeccionismo del niño e identificar, dado el caso, las posibles consecuencias adversas para tratar de mitigarlas o al menos no reforzarlas. Comentarios como «puedes hacerlo mejor» o unas altas expectativas constantes pueden espolear, hasta límites insanos, la autoexigencia de un niño o una niña, ya de por sí con fuerte tendencia al perfeccionismo. Los adultos tenemos el reto de fomentar en nuestros hijos el gusto por hacer las cosas bien sin que esto se convierta en fuente de presión o angustia.
El perfeccionismo se manifiesta en la infancia. Es posible que el niño vaya modificando el nivel de autoexigencia a medida que se adentra en la adultez, pero la rigidez de pensamiento permanecerá a lo largo del tiempo. El diagnóstico y tratamiento precoz de conductas desadaptativas en las primeras etapas de desarrollo es la mejor forma de prevenir trastornos futuros probablemente más serios.