No es infrecuente que los niños experimenten disfluencias en el habla entre los dos y los cuatro años de edad. Esta etapa coincide con un periodo de gran desarrollo del lenguaje, en el que los pequeños intentan expresarse con frases cada vez más complejas y aún están consolidando estructuras sintácticas y vocabulario.
En muchos casos, estas disfluencias son temporales y se consideran parte del proceso normal de adquisición del lenguaje. Se conocen como disfemias evolutivas y suelen remitir de forma espontánea sin necesidad de intervención logopédica.
Sin embargo, determinados factores pueden influir en su aparición o intensificación, como el estrés emocional, cambios en el entorno (el nacimiento de un hermano, separación de los padres, ingreso escolar, etc.) o un ambiente comunicativo acelerado donde el niño se sienta presionado a hablar deprisa o a responder rápido.
Aunque la mayoría de los casos se resuelven de forma natural, conviene estar atentos si la disfluencia:
- Persiste más allá de los seis o siete años.
- Va acompañada de tensión muscular, bloqueos o gestos faciales al hablar.
- Genera malestar o frustración en el niño.
- Está presente en entornos tranquilos o cuando el niño juega solo.
En esas circunstancias, es recomendable consultar con un logopeda para que evalúe si se trata de una disfemia persistente y determine si es necesaria una intervención. Cuanto antes se detecten los signos de alerta, más efectiva será la intervención terapéutica.
Mientras tanto, conviene crear un entorno comunicativo relajado, sin corregir constantemente al niño ni terminar sus frases, y dejando que se exprese a su ritmo.
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