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Más pipas, menos pantallas

Adolescentes conversando sin móviles en un aula simbólica de convivencia

Nuestros adolescentes necesitan tomar el aire y comer pipas

Los amigos de mi hija no salen entre semana. Y ella, como cabría esperar, tampoco, aunque le gustaría hacerlo. La mayoría de los padres considera que la obligación de sus hijos adolescentes es estudiar durante la semana o realizar alguna actividad complementaria, por lo general vinculada con disciplinas académicas —un idioma, por ejemplo— que les abrirán camino en un futuro que prevén muy competitivo. Esta situación se repite aunque sean buenos estudiantes y saquen el curso sin problemas.

El resultado es que los adolescentes se pasan las tardes metidos en casa, pegados al wasap chateando con los amigos. Nada de sentarse en un banco del parque a charlar; nada de cercanía física; nada de contacto visual; nada de compartir un puñado de pipas.

La pérdida del cara a cara

Los antiguos «salgo un rato con mis amigos» han sido reemplazados por ratos de interminables monólogos a través de aplicaciones de mensajería o redes sociales.

El intercambio comunicativo cara a cara, con su espontaneidad, connotaciones expresivas, silencios elocuentes, gestos no verbales (también de atención), respeto por los turnos de palabra y todas esas dinámicas interpersonales tan complejas que caracterizan a una auténtica conversación, se transforma en tediosos monólogos, escuchados a doble velocidad, para terminar cuanto antes, porque tampoco se practica la paciencia que caracteriza al saber escuchar.

Además, se trata, con frecuencia, de mensajes de una superficialidad positivista que evita a toda costa las emociones negativas. Ese «mostrar mi mejor versión» genera un ecosistema artificial, alejado de la vida real y sin espacio para practicar la tolerancia a la frustración.

Una urgencia educativa: recuperar el contacto humano

Nos encontramos con chavales (y, lamentablemente, también adultos) tremendamente analfabetos en el terreno comunicativo. Y no es de extrañar, porque sería prácticamente un milagro desarrollar la empatía si una pantalla nos separa del otro.

Y así estamos: promoviendo la autoexpresión cuando no hay un interlocutor interesado en escucharnos; hablando a todas horas de autenticidad, mientras premiamos la imagen; y repitiendo como papagayos eso de favorecer el «bienestar emocional de los jóvenes», sin generar espacios, condiciones ni posibilidades de aprendizaje que lo hagan posible.

Ante la ausencia de un nicho natural que fomente el contacto directo y espontáneo entre nuestros adolescentes, comienza a ser imprescindible trabajar, siempre que tengamos ocasión, la inteligencia emocional como forma —por decirlo de alguna manera— de compensar la falta de un espacio natural que lo facilite.

No se trata de añadir más actividades extraescolares, sino de recuperar la dimensión humana del aprendizaje. Si conseguimos que nuestros adolescentes se miren, conversen, se escuchen, se sientan y, si es necesario, hasta discutan cara a cara, estaremos haciendo mucho más por su futuro que con cualquier curso de refuerzo escolar, porque hay cosas que, o se aprenden cuando eres niño o no se aprenden nunca.

Como padres y madres deseamos lo mejor para nuestros hijos, y en ese «lo mejor» ocupa un lugar importante una buena formación que les permita vivir un futuro sin estrecheces y desarrollarse como adultos autónomos. Pero, como reza el dicho: no solo de pan vive el hombre (y la mujer). Nuestro espíritu también necesita un alimento que solo nos proporciona el contacto real con el otro, la experiencia vital compartida, ese aprendizaje social que comienza desde el primer día que nuestros hijos pequeños acuden al parque.

Nunca es tarde para ampliar conocimientos, de hecho, nuestro bagaje cultural crece a lo largo de toda nuestra vida. Pero aprender a interrelacionarse con nuestros congéneres con naturalidad y sin esfuerzo —eso que tanto tiene que ver con lo que llamamos la inteligencia emocional— no es algo que se aprenda en solitario ni en un vídeo de Youtube.
 

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