Un estudio con mucha chicha
El viernes pasado recibí una fotografía de una tía muy querida a la que apodamos cariñosamente «Tía Dita la Monjita». Cumplía 94 años. No pude dejar de sonreír ante la imagen, porque era la misma de siempre: una mujer de rostro dulce, cuerpo fibroso y ese gesto característico de estar preparada para salir corriendo a apagar algún fuego, porque —como aclara— «las monjas no nos jubilamos mientras tengamos uso de razón».
Porque nuestra Tía Dita, con 40 o 94 años, sigue siendo una persona vitalista, dicharachera, con un amplio bagaje cultural como docente, y siempre dispuesta a ayudar dentro y fuera del convento.
El Estudio de las Monjas: ciencia, lenguaje y Alzheimer
El pensamiento de esta vitalidad envidiable me hizo recordar el famoso Estudio de las Monjas, emprendido en 1986 por el epidemiólogo estadounidense David Snowdon.
678 religiosas de la congregación Hermanas de Notre Dame —con entre 75 y 104 años de edad— participaron en este estudio longitudinal, que duró 17 años.
Lo que tenía por propósito demostrar el poder transformador de la educación en el envejecimiento saludable acabó convirtiéndose, a la vista de las observaciones iniciales, en una investigación única acerca del desarrollo lingüístico temprano como predictor de la manifestación en vida de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer.
Un entorno controlado y un hallazgo inesperado
Fue un estudio pionero por muchas razones: se desarrolló en un escenario «aséptico» donde todas las participantes compartían características (entorno, estilo de vida, nivel educativo, condiciones sanitarias e incluso dieta). Los archivos del convento guardaban un detallado dossier de sus vidas, así como autobiografías escritas durante su estancia en la congregación. El grupo era, además, íntegramente femenino, en un mundo donde todo se centraba en el varón blanco. Y, por si fuera poco, además de las muchas pruebas cognitivas, médicas, genéticas y nutricionales, las hermanas cedieron altruistamente sus cerebros para análisis post mortem.
Los resultados confirmaron lo que los investigadores venían observando: a mayor desarrollo lingüístico a edades tempranas, más conservadas estaban las habilidades cognitivas en la vejez. Los exámenes post mortem aportaron, además, un dato verdaderamente asombroso: varias monjas que presentaban en su cerebro las características lesiones del Alzheimer (placas de beta-amiloide y ovillos de tau) no habían mostrado síntomas clínicos de demencia durante su vida, pese a su avanzada edad. La ausencia de sintomatología se correlacionaba, según arrojó el análisis de los textos autobiográficos de las participantes, con una estimulación intelectual temprana, mayor complejidad lingüística de los escritos, un vocabulario más amplio y una mejor comprensión lectora.
Reserva cognitiva: ¿cómo actúa frente al deterioro cerebral?
Todo parecía respaldar los beneficios de la actividad intelectual y el desarrollo de habilidades cognitivas complejas —como el lenguaje, la lectura, la escritura o el razonamiento abstracto—, que contribuyen a fortalecer las redes neuronales que, posteriormente, pueden compensar el daño cerebral asociado a enfermedades como el Alzheimer.
Estudios posteriores de mayor alcance, como el «Estudio de las Órdenes Religiosas», iniciado en 1994 por el neurólogo Dr. David A. Bennett, apoyan la afirmación de que la actividad intelectual temprana no solo potencia el desarrollo cognitivo inmediato, sino que también fortalece la reserva cognitiva, es decir, la capacidad del cerebro para compensar el daño cerebral sin manifestar síntomas clínicos evidentes, como deterioro de la memoria o demencia.
No tengo la menor duda de que la reserva cognitiva de mi tía está recargada al cien por cien.