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Heterorregulación y refuerzo intermitente

¿Por qué los niños tienen rabietas? ¿Qué papel desempeñan los padres en la regulación emocional infantil? En este artículo damos un breve repaso al desarrollo del cerebro humano y su repercusión en el comportaminto infantil.

Un cerebro inmaduro que crece a velocidad de vértigo

Una de las consecuencias de la bipedestación, que tanto ha beneficiado a nuestra especie, ha sido la modificación de la pelvis femenina, obligada a equilibrar la capacidad de locomoción con el parto de crías de enorme encéfalo.

La solución biológica ante la inevitable estrechez del canal del parto ha sido parir crías con cerebros inmaduros y, por consiguiente, de menor tamaño. Estos cerebro prematuros seguirán desarrollándose a gran velocidad fuera del vientre materno, hasta casi duplicarse durante el primer año de vida. Para que esto sea posible se requerirá, inicialmente, del cuidado constante de las figuras de apego (en particular, de la madre) y, más adelante, de toda una red social ampliada (abuelos, hermanos, maestros…). El famoso proverbio africano lo expresa perfectamente: «se necesita una aldea para criar a un niño».

Las crías llegan al mundo con un sistema límbico perfectamente operativo que les permite sentir y expresar emociones. Todavía carecen, sin embargo, de las estructuras encargadas de controlar las respuestas emocionales y conductuales.

¿Qué es la heterorregulación emocional?

El córtex prefrontal, responsable de funciones como la planificación, el control de impulsos o la toma de decisiones, no alcanza su madurez hasta bien entrada la adolescencia. Esto explica por qué los niños no pueden autorregularse de manera autónoma durante los primeros años de vida.

Ante un cerebro infantil que busca la recompensa inmediata, son los padres quienes asumen el proceso de heterorregulación, ayudando a sus hijos a regular su comportamiento (y las reacciones desmesuradas) y a demorar la gratificación. Con el tiempo y la creciente madurez cognitiva, esto será reemplazado por la autorregulación.

El problema surge cuando los comportamientos parentales, en lugar de facilitar la heterorregulación, generan aprendizajes erróneos, en los que prima el desasosiego y una visión sesgada que no tiene en cuenta la etapa madurativa del niño.

Errores comunes de los adultos frente a rabietas

El adulto emite entonces juicios que no se corresponden con la realidad, atribuye intenciones inexistentes a los actos infantiles, añade una carga emocional subjetiva («¿Estoy siendo buen padre?, ¿Se lo consiento o no?»…) y, dada su elevada susceptibilidad al juicio ajeno, muestra un comportamiento inconsistente según el contexto. Esto le lleva, por ejemplo, a ceder a las demandas del niño para «acabar de una vez con esto», aún sabiendo que no es adecuado desde la perspectiva de la heterorregulación.

El niño crece con una historia de aprendizaje que muchas veces no tiene nada que ver con lo que cree el adulto y con frecuencia nos encontramos en consulta con historiales infantiles de refuerzos intermitentes inadecuados.

Refuerzo intermitente: un arma de doble filo

Tanto en el terreno de la educación infantil como del aprendizaje en general, el refuerzo intermitente es una potentísima herramienta para mantener conductas a largo plazo sin depender de la gratificación constante. De hecho, las conductas reforzadas intermitentemente suelen ser más difíciles de extinguir. El problema es que esto vale tanto para lo bueno como lo malo, es decir, podemos reforzar tanto conductas adecuadas como inadecuadas. Por eso, como padres, debemos tener siempre presente qué estamos reforzando en nuestros hijos cuando, consciente o inconscientemente, actuamos de forma errática.

Padres y madres debemos tener claro nuestro cometido para que la heterorregulación acabe traduciéndose en autorregulación. Se trata de un trabajo complejo que hemos de llevar a cabo desde la calma, teniendo presente nuestro objetivo de que el niño aprenda estrategias de regulación emocional y demora de la gratificación.

El interés del niño no tiene por qué corresponderse con el del adulto. Pero ese interés existe. Como padres, nuestra tarea consiste en determinar si conviene satisfacer de inmediato la demanda del niño o, por el contrario, demorarla. En este segundo caso, tendremos que imponer un límite.

Cómo enseñar límites sin castigos

Ante el límite es más que esperable la reacción negativa del niño. No nos alarmemos por ello, ya que forma parte del proceso natural. Se abre ahora un nuevo escenario en el que el adulto brindará al menor las estrategias necesarias para gestionar el sentimiento de frustración.

La viñeta que acompaña a este post refleja un hecho constatable: los niños aprenden enseguida que una rabieta en un lugar público, ante las miradas de otros adultos, vuelven a mamá y a papá mucho menos reacios a darles lo que desean.

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