Un relato de Oliver Sacks me gusta particularmente. Se trata de Witty Ticcy Ray (algo así, como «Ray, el ingenioso hombre de los tics») y forma parte del grupo de narraciones breves recopiladas en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. No hay duda de que, además de maestría clínica y facilidad para relacionarse con los pacientes, Sacks tiene un don para los títulos.
El caso del percusionista que perdió su swing
El famoso neurólogo y escritor Oliver Sacks, algunas de cuyas obras (como Despertares) han trascendido los ámbitos profesional y académico para formar parte de los anales del cine, rememora la experiencia de Ray, un músico con un severo síndrome de Tourette al que los numerosos tics, sonidos involuntarios, estereotipias y marcada hiperactividad, complicaban mucho las cosas.
Todas estas dificultades dejaban de percibirse cuando Ray tomaba las baquetas: sus improvisaciones en las jam session, como batería de un grupo de jazz, eran aclamadas por todos. Ray era un percusionista brillante, con absoluto control sobre los movimientos, timbres y matices, capaz de ejecutar con precisión piezas complejísimas. La energía y velocidad de sus manos parecían ligadas, en parte, a la condición que tanto le dificultaba otros aspectos de la vida.
Para tratar los muchos problemas que su sintomatología le ocasionaba, Sacks aconsejó a su paciente -a estas alturas, también amigo- un fármaco neuroléptico para el control de los tics. Y, efectivamente, los movimientos involuntarios se redujeron: Ray se sentía más estable; podía cumplir sus obligaciones habituales y también mejoró su vida familiar y social.
Pero algo no iba bien del todo, tal como pronto notaron los miembros de su banda. Ray había perdido su don. Aunque sus interpretaciones seguían siendo técnicamente impecables, carecían de la emoción y del «swing» que las hacía extraordinarias en el pasado. Sus tics habían desaparecido… y con ellos su genialidad.
Disfunción en un contexto, talento en otro
La disyuntiva era difícil: ¿qué hacer? ¿Medicarse y desarrollar una vida «normalizada» o no hacerlo y recuperar ese don con el que tanto disfrutaba?
Médico y paciente alcanzaron una solución de compromiso. Ray tomaría la medicación de lunes a viernes y se abstendría los fines de semana para poder darlo todo al frente de la banda.
Sacks mantuvo una duradera amistad con este paciente, por el que -como se desprende de su libro- sentía, además, profunda admiración.
Este relato me viene a la cabeza cuando escucho a un o una adolescente (algo frecuente, en particular, si está diagnosticado de TDAH) lamentarse de «que todo lo hace mal» o de que «no vale para nada» tras una vida, por lo general, de fracasos acumulados. Pero mi experiencia como madre y profesional corrobora lo que Sacks expresa con tanta sensibilidad: la mayor parte de las veces, ese o esa adolescente terminará encontrando un espacio en el que la hipotética disfunción se transforma en potencial.
Como psicólogos, nuestra función también tiene mucho que ver con esto: ayudar a las personas a identificar y valorar esos recursos personales infravalorados o que pasan desapercibidos por experiencias repetidas de fracaso y frustración.