Los factores emocionales afectan, pero no son la causa
La disfemia se ha relacionado durante mucho tiempo con malestar emocional, nervios, timidez excesiva y otras condiciones psicológicas.
Hoy sabemos que no es así. Los factores emocionales afectan al habla de la persona, tenga o no tartamudez, y el riesgo aumenta cuando nos referimos a adultos disfémicos por una cuestión obvia: su mayor exposición en situaciones sociales. Los factores emocionales afectan, pero rara vez son la causa.
Los datos disponibles sugieren que la disfemia se debe a una alteración neurológica, en particular, en el área de programación motora del cerebro.
Dos patrones diferentes: niño disfémico y adulto disfémico
Niños y adultos son conscientes de sus disfluencias y ambos cursan con frustración (incluso en el caso de niños muy pequeños), pero hay un elemento claramente diferenciador: la vergüenza social.
Los niños menores de seis años no sienten aún la verguenza social, pero esta sí se produce en adolescentes y adultos.
Y está la historia de aprendizaje, todas esas experiencias que jalonan nuestra vida cotidiana. La persona con tartamudez siente frustración cuando tartamudea, además del componente emocional («¿Qué pensará de mí mi interlocutor?») y ansiedad anticipatoria. Esto último dificulta aún más la fluidez del habla, ya que la tensión afectará a todos los movimientos implicados en el habla y a la coordinación respiratoria.
Cuando una persona con tartamudez se expone a situaciones sociales, lo que busca es que se note lo menos posible su dificultad. Tratará por todos los medios de frenar las disfluencias. De hecho, ambos aspectos son objeto prioritario de trabajo en terapia. El adulto no tratado hace más fuerza para que salga el sonido -algo contraproducente, por cierto-. Tenemos que aprender a relajarnos y reconducir ese bloqueo hacia una fonación más suave.
No es nerviosismo… al menos aún
El interlocutor interpreta esos signos como nerviosismo, vergüenza o malestar emocional. Dependiendo del caso, es muy posible que, en ese momento, la persona con disfemia no experimente nada de eso y simplemente esté luchando por articular la palabra correctamente. Cabe prever que, por pura empatía, el interlocutor exprese frases tranquilizadoras que ponen de manifiesto justo lo que la persona se esfuerza por ocultar. Una paciente con disfemia me contaba hace poco una experiencia vivida: «No estaba nerviosa. Simplemente trataba de salir de una situación compleja y frustrante para mí. Ese tipo de comentarios son los que me provocan nerviosismo, porque me doy cuenta de que soy el centro de atención. De alguna manera, mi interlocutor me traslada su malestar».
Nuestra recomendación para el entorno de la persona con disfemia es la de que actúe con normalidad, evitando depositar su propio malestar sobre quien tartamudea. Mantengamos una actitud comunicativa natural: contacto visual, expresión facial agradable y tranquilidad mientras esperamos que la persona salga del bloqueo.
Y esto mismo es aplicable a la costumbre de acabar la palabra que no acaba de salir o a los gestos evidentes de impaciencia. Quizás la pregunta que debemos plantearnos sea «¿Quién está nervioso: la persona con disfemia o yo?»