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Disfemia: intervenir o no, esa es la cuestión

Persona con disfemia intentando hablar mientras su interlocutor pierde la paciencia y le sugiere comunicarse por WhatsApp.

Un caso práctico

Una madre se pone en contacto con nosotras preocupada porque su hijo preadolescente tartamudea. Una exploración exhaustiva de los comportamientos primarios (aquellos relacionados exclusivamente con el habla) confirma la existencia de tartamudez.

La disfluencia —no muy severa— se manifiesta desde la infancia, con repeticiones y prolongaciones de sonido que el niño resuelve con soltura y sin signos de tensión.

Ausencia de malestar pese a la disfluencia

Al comenzar la intervención, el niño muestra desmotivación: alega no entender por qué tiene que acudir a terapia. Al explicarle que el motivo es mejorar la fluidez del habla, responde que es consciente de esa falta de fluidez, pero que eso no le provoca ningún problema. De hecho, cuando habla en consulta repite y prolonga las palabras con frecuencia, sin mostrar señal alguna de malestar por ello.

Realizamos la exploración de los comportamientos secundarios (respuestas de evitación o escape asociadas a las disfluencias), ya sean verbales (muletillas, rodeos, reemplazar palabras…), fisiológicos (como signos de tensión para favorecer la salida del sonido) o emocionales (como signos de malestar). El niño emplea muletillas, rodeos y sinónimos, con algunos signos de tensión puntuales, aunque sigue alegando que nada de esto le afecta.

El análisis de las interacciones sociales respalda sus palabras: lee en voz alta en el aula, expone temas ante la clase sin problemas y sus profesores no observan ninguna dificultad reseñable en las interrelaciones con los iguales.

La pregunta es obvia: ¿tiene sentido seguir interviniendo?

Cuando la mejor intervención es no intervenir

Mi conclusión —nada fácil, por cierto— es que, al menos en este momento, no tiene sentido. Lo más importante, cuando abordamos la disfemia infantil, es prevenir el malestar emocional que con frecuencia acompaña a la tartamudez. A la vista de lo anterior, este trabajo no es necesario con este niño, puesto que ha sabido normalizar su disfluencia.

La demanda de los padres debe pasar a un segundo plano, simplemente porque seguir trabajando con este niño, en el momento actual, podría ser contraproducente.

Sabemos que, aunque la tartamudez es un trastorno con causa neurobiológica, los factores emocionales repercuten muchísimo en el habla entendida como conducta (y no es necesario ser tartamudo para que esto suceda).

En este momento, no se observa ese impacto en el niño: tiene perfectamente asumidas y normalizadas las peculiaridades de su habla y no parece haber repercusiones indeseables en su vida diaria.

Respetar los tiempos del niño

Mi decisión fue, por tanto, aceptar, entender y validar su deseo de no recibir terapia en este momento, dejando la puerta abierta para retomarla si la disfluencia ocasionase problemas o afectase a su autoestima.

Los psicólogos y otros profesionales nos empecinamos a veces -presionados por las familias- en tratar cosas que el propio afectado no considera un problema. En el caso particular de la disfemia infantil, el primer objetivo es prevenir el malestar emocional asociado, que agravaría mucho el cuadro disfémico. Y en este caso no es necesario.

Este ejemplo plantea una reflexión importante: la necesidad de intervenir en el momento adecuado y de contar con la predisposición del sujeto, sobre todo si se trata de un niño. A veces, saber esperar es la mejor intervención.

 

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