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¿Decidir sin experimentar?

Niño pregunta a Siri si elegir fútbol o videojuego como reflejo de la dificultad de tomar decisiones en la era digital.

¿Explorar o mirar?

La tecnología nos acompaña en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana. Niños y adolescentes la utilizan en casa, en el colegio, en sus ratos de ocio… Más allá de cuanto puedan señalar sus defensores o sus detractores, la realidad es que el uso de las pantallas es un ejercicio íntimo, solitario y, casi siempre, pasivo. No comparte espacio físico con otros; ocurre en la habitación, en el sofá o en cualquier rincón, sin interacción física ni afectiva (o al menos, sin la riqueza afectiva y emocional de la presencia real).

Chicos y chicas crecen rodeados de aplicaciones, asistentes y personajes virtuales que les dicen qué hacer, cómo vestirse o qué les debería gustar. Lo que en principio puede parecer una ayuda, entraña el riesgo de que terminen delegando poco a poco la capacidad de decidir… sin haber tenido ocasión siquiera de enfrentarse a esas experiencias por sí mismos.

La teoría necesita de la práctica

El aprendizaje experiencial es el verdadero manual práctico de la vida. No basta con acumular información teórica: los niños necesitan vivir sus propias experiencias. Tradicionalmente, el desarrollo infantojuvenil se ha basado en la práctica: equivocarse, arriesgarse, ensuciarse, caerse y volver a intentarlo. De esas vivencias, con sus correspondientes emociones, surge el aprendizaje de vida y, con ello, la capacidad de elegir en base a la razón y la emoción.

Cada pequeña elección —desde qué juguete llevar al parque, hasta qué actividad extraescolar elegir o cómo organizar un plan familiar— entrena su razonamiento y sus emociones.

El peligro de que decidan por ti

El exceso de pantallas convierte a los niños en espectadores de la vida ajena. En lugar de actuar, asumen lo que otros dicen haber sentido, lo que un influencer asegura que pasó o cómo reaccionó alguien ante una situación que quizá ellos nunca vivirán. Si siempre dejamos que decidan otros —sean adultos bienintencionados, algoritmos o personajes digitales—, corremos el riesgo de que se adentren en la adultez sin haber ejercitado su pensamiento crítico ni su autonomía.

La pregunta que debieran aprender a hacerse no es «¿Qué haría otro en mi lugar?», sino «¿Qué quiero hacer yo»?

Y es imposible plantearse esa pregunta si no has tenido la posibilidad real —en el mundo real y con seres humanos de carne y hueso— de saber qué es lo que quieres.

 

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