
Emoción y pensamiento, ¿qué ocurre primero?
Emoción y cognición van de la mano. Pero ¿qué viene antes, la emoción o el pensamiento? Pues depende del contexto. En situaciones de urgencia, la emoción dispara el proceso; en situaciones interpretables, nuestros pensamientos condicionan nuestras emociones.
Las familias que conviven con hijos afectados por algún trastorno del desarrollo conocen bien el término «reactividad emocional», es decir, una respuesta (emocional y conductual) rápida, automática e intensa, que desborda la capacidad de regulación. Aunque característica de los niños con TDAH, no es exclusiva de estos. Vivir las emociones con especial intensidad —pensemos en el caso de comportamientos empáticos— puede ser gratificante en muchas situaciones. La cosa cambia cuando la reactividad emocional se traduce en frustración o ira.
Un estímulo amenazante (perder en el juego, cuando las cosas no salen como quisiéramos o toca esperar, por ejemplo) provoca una activación emocional tan intensa que impide que los sistemas cognitivos interpreten adecuadamente la situación, con el perjuicio que esto supone para la interacción con la familia o el grupo.
Una misma situación y dos vivencias distintas
Cuando los niños tienen dificultades persistentes para regular su conducta, requieren reconducción continua y reciben amonestaciones constantes, es probable que se produzca un menoscabo de su autoestima.
Y si el niño experimenta vivencias que deterioran su autoestima y su autoconcepto, en lugar de interpretar adecuadamente la ayuda ofrecida por el adulto con la mejor de las intenciones («mi padre quiere ayudarme»), la reinterpreta a través de pensamientos automáticos negativos como «lo hace porque soy tonto» o «porque tengo un problema». Estos pensamientos generan emociones intensas y una reactividad que el niño no sabe regular. El resultado es un enfado desproporcionado. Y el conflicto está servido.
Imaginemos a un niño que pierde en un juego de mesa. Para el adulto es una situación trivial, pero para el niño la frustración es tan intensa que no logra pensar «puedo volver a intentarlo». En ese momento no está siendo caprichoso ni desafiante: su sistema emocional ha tomado el control. El cerebro emocional actúa con mayor rapidez que el cerebro pensante. Las áreas encargadas de la regulación y la reflexión quedan temporalmente «desconectadas», por eso lo de pedir al niño que razone o se calme no suele funcionar.
¿Cómo debe manejar el adulto estas situaciones?
Teniendo en cuenta algunos elementos básicos:
- cómo se ofrece la ayuda.
- cómo se gestiona la respuesta del niño si se desborda emocionalmente.
- el hecho de que el rechazo de la ayuda es, con frecuencia, la forma en cómo el niño con baja autoestima expresa su malestar o su sentimiento de incapacidad. Cuando esto sucede, no percibe la ayuda como algo positivo, sino como un signo de vulnerabilidad que no puede permitirse.
El manejo, por parte del adulto, de la reactividad emocional infantil es un tema complejo cuya explicación requiere algo más de espacio, así que será materia de otro post.







