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Colisión hormonal bajo el mismo techo

madre con menopausia comparte sillón con hija adolescente

Adolescencia y (peri)menopausia

Hace unos días tuve el honor de participar en unas charlas, como ponente, con una propuesta que me gustó particularmente: impartir un taller para padres y docentes donde se desdramatizara la visión catastrofista de la adolescencia con la que tantas familias parecen enfrentarse a una etapa natural e imprescindible sin la cual sería imposible la metamorfosis de niños a adultos.

Fue una sesión muy participativa en la que la muestra de padres y madres asistentes ponía de manifiesto una tendencia evidente: las mujeres somos madres a edades cada vez más avanzadas.

En 2024, la edad media de la madre primeriza española se situaba, según los datos del INE, en los 33,1 años. Una de las consecuencias de esta maternidad tardía es que la adolescencia de los hijos coincide muchas veces con la perimenopausia de las madres: dos etapas clave de la vida… y multitud de cambios hormonales bajo el mismo techo.

Ese escenario era el que describían muchas de las madres asistentes, quienes -con pequeñas variaciones- coincidían en lo mismo: «Mi hijo (o hija) está en plena revolución hormonal… y yo también, así que las discusiones están servidas».

Y no exageraban. La adolescencia y la perimenopausia/menopausia son dos etapas vitales cargadas de cambios físicos, emocionales y relacionales. Cuando coinciden en la misma casa, el clima puede volverse mucho más sensible y tenso.

Dos etapas complejas

Hagamos un breve compendio de ambas:

Adolescencia

  • Fluctuaciones marcadas de estrógenos/testosterona.
  • Sistema emocional hiperreactivo (amígdala muy activa).
  • Corteza prefrontal —reguladora de los impulsos— aún en desarrollo.
  • Necesidad de autonomía, de superar retos y de buscar los límites.
(Peri)menopausia

  • Descenso progresivo de estrógenos y progesterona.
  • Cambios en el estado de ánimo, irritabilidad, alteraciones del sueño, dificultades de concentración.
  • Mayor sensibilidad al estrés.
  • Replanteamientos vitales («¿y ahora qué?»).

Por qué chocan estas dos etapas

Como observamos en el cuadro anterior, ambas partes están más sensibles y reactivas: el adolescente porque experimenta una fase de reconfiguración; la madre porque sus niveles hormonales alteran su estado de ánimo y energía. Es inevitable que estos cambios afectan a las dinámicas familiares.

También los ritmos son diferentes. El adolescente quiere distancia, independencia y velocidad; la madre tal vez necesite calma y claridad, entre otras cosas, porque mientras experimenta sus propios síntomas, debe sostener la logística familiar (y, probablemente, compaginarla con la profesional).

Como ambas partes se las ven con sus propias dificultades, aumenta el riesgo de lecturas erróneas y comportamientos malinterpretados: un gesto neutro del hijo puede percibirse como desafío o falta de interés; un comentario de la madre puede interpretarse como un intento de control.

El momento de aclarar algunas cosas

Algunas madres asistentes comentaban su facilidad para emocionarse o llorar a la mínima, por mucho que tratasen de no hacerlo. Sus hijos se quejaban de que lo hacían «para dar pena y cortar la conversación». La realidad es muy distinta.

Por las razones antes indicadas, durante la perimenopausia aumenta la sensación de cansancio, desciende la tolerancia al estrés y las reacciones se manifiestan antes de lo que se desearía. El llanto es una respuesta involuntaria.

El adolescente, también inmerso en sus propios conflictos, puedan malinterpretar estas manifestaciones. Por eso, no está de más aclarar la situación con una explicación sencilla que evite confundir la vulnerabilidad con la manipulación (algo así como «A veces lloro sin querer, no es por ti ni para convencerte de nada. Simplemente estoy más sensible. Si te parece, hablamos cuando estemos más tranquilos»).

Algunas sugerencias

  • Trata de reducir la intensidad antes de seguir adelante
  • No se trata «ganar» la discusión, sino de mantener el canal de comunicación abierto con la otra parte. Si notas que estás a punto de perder los nervios, mejor posponer la conversación que lanzarte como un Miura.

    Hay una frase que no falla: «Ahora mismo no voy a responder bien. Lo hablamos después».

  • Explica sin dramatizar
  • Normaliza lo que está pasando sin cargar sobre el adolescente tu propio proceso.

    Puedes utilizar una frase directa y sencilla: «Estoy pasando cambios hormonales que a veces me hacen estar más sensible. Si me notas irritable, no siempre tiene que ver contigo».

    Con esto alivias la tensión y evitas que tu hijo o hija interprete tus reacciones como ataques personales.

  • Acuerdo de mínimos, no pretender ideales
  • No necesitas convencer a tu hijo o hija de que te encuentras en un momento complicado; necesitas normas de convivencia claras y realistas.

    • Horarios pactados.
    • Acuerdos sobre pantallas.
    • Espacios sin interrupciones para cada uno.
    • Uso de pausas cuando la conversación se caliente.
  • Autocuidado sin culpabilidad
  • Dormir mal, no descansar o no tener espacios propios amplifica el conflicto. Pregúntate: «¿Qué es lo que me ayuda a estar mejor conmigo misma y con los demás?»

    Una caminata, pedir apoyo, terapia, ejercicio o quince minutos de silencio hacen maravillas. No te olvides de ti misma.

  • Hablar después, no durante
  • Las mejores conversaciones no se producen durante el enfado, sino cuando ambas partes están tranquilas y en situación de escuchar.

    Un comentario que puede allanar el camino: «Ayer discutimos y me gustaría que encontremos una forma de que no se repita. ¿Qué necesitas tú? Esto es lo que necesito yo».

El lado positivo que no siempre se ve

Así es. La adolescencia de nuestros hijos es una etapa perfecta para:

  • aprender a regular las emociones juntos.
  • moldear una vulnerabilidad sana demostrando que los adultos también cambian, se equivocan y se reconstruyen.
  • reforzar la relación a través de la franqueza… y el reconocimiento de que no somos perfectos.
  • comprender que la convivencia no consiste en una relación idílica y en la ausencia de problemas, sino en aprender a gestionar las circunstancias difíciles con cariño, compresión y, si las circunstancias lo requieren, firmeza.
 

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