
La inestable «normalidad»
Cuando me pidieron un texto para acompañar a esta divertida viñeta, en la que el protagonista alardea de su mucha humildad porque ha aprendido a conformarse con algunos pequeños placeres de la vida… como un castillito, un yate o un Lamborghini, me viene a la cabeza de inmediato un concepto tan utilizado como poco objetivo: el de la normalidad.
Aunque empleamos habitualmente el término «normal» como si se tratase de una valoración estable y universal, en realidad depende de un sinfín de variables. Lo normal cambia con la época, con la cultura, con el grupo social, con la experiencia personal e incluso con el contexto inmediato.
Aun así, solemos relacionarnos como si existiera una única normalidad: la nuestra.
En nuestras interacciones sociales, la tendencia a pensar que lo normal, lo deseable o lo esperable para nosotros, también lo es para los otros, es causa frecuente de conflictos y malos entendidos. Al valorar los comportamientos, los ritmos y las decisiones ajenas basándonos en nuestra propias referencias, estamos infravalorando la posición del otro.
En consulta: el clásico «todo normal»
El ámbito clínico no está libre de este riesgo.
Cuando recopilamos información, en la visita inicial —especialmente en la evaluación infantil, donde dependemos en gran parte de lo que explican los padres— es fácil interpretar lo que nos dicen desde nuestros propios criterios profesionales.
Al preguntar, en una primera entrevista, algo de este tipo:
— «Cuéntame, ¿cómo hablaba tu hijo cuando empezó a hacerlo, hacia los 14 o 15 meses?»
es muy posible que respuesta sea:
— «Pues… todo normal».
Sin embargo, al profundizar un poco, observamos que esa normalidad no coincide con los hitos del desarrollo ni con lo esperable según la literatura científica.
Cuando calificamos algo de normal estamos emitiendo un juicio basado en nuestras referencias culturales, familiares, educativas o profesionales. No aportamos información precisa: solo indicamos si encaja —o no— con lo que nosotros consideramos esperable.
Así que, dado que la normalidad depende de la referencia de quien emite esa respuesta, debemos tratarla con cautela para no pasar por alto información relevante.
Cuando se ahonda en la conversación, no es raro descubrir que:
- el inicio del lenguaje o de la marcha del niño fue más tardío de lo que se recordaba
- hubo señales que se interpretaron como irrelevantes
- no se consideró necesaria la estimulación adicional porque la situación no parecía problemática.
Intervención y contexto
A la hora de intervenir ocurre lo mismo: no trabajamos con abstracciones ni con modelos idealizados, sino con personas que se desenvuelven en contextos concretos. La terapia busca resultados adaptativos y funcionales dentro de esos contextos.
Lo que para el terapeuta resulta lógico o habitual puede no encajar con la forma en que esa persona —por su contexto educativo o familiar— se organiza, vive o entiende la convivencia. Por eso, el profesional debe ser capaz de suspender temporalmente sus propios criterios de normalidad, para comprender y trabajar desde la lógica interna del paciente. La intervención exige una cuidadosa labor de equilibrio entre el marco terapéutico y la perspectiva particular de la persona.







