
Si fuese mi hijo le haría callar
Una escena reciente de unos padres abochornados en el supermercado me ha hecho reflexionar sobre un comportamiento al que papás y mamás nos enfrentamos alguna que otra vez (y a veces, muchas) en nuestra vida cotidiana: las rabietas infantiles en lugares públicos.
De hecho, casi todas las familias pasan por esta fase: diversos estudios estiman que más del 90 % de los niños de entre uno y seis años tienen berrinches de manera habitual. Y no es extraño. En esas edades, la parte del cerebro encargada de regular las emociones —la corteza prefrontal— está en desarrollo. Así que las rabietas no son tanto una estrategia consciente como una forma rudimentaria de expresar frustración, cansancio o sobreestimulación.
La presencia de otros adultos puede complicar la educación
En mi caso concreto, no me ha costado demasiado dejar que mis hijos pataleasen cuanto quisiesen en espacios conocidos o familiares. Simplemente optaba por no prestarles atención si consideraba que su demanda era injustificada o que pretendían conseguir algo mediante esa vistosa estratagema. Tras unas cuantas rabietas infructuosas terminaban por comprender la inutilidad de esa conducta y la abandonaban.
Todo parecía tan sencillo como que uno más uno es igual a dos… hasta que mi hijo tuvo su primera rabieta, a tope de decibelios y pataletas, en un lugar público e incómodo —un supermercado o un restaurante, no recuerdo exactamente—. Y mira por dónde, aprendió de inmediato —con esa ágil inteligencia infantil— que si practicaba la rabieta ante un público adulto, donde casi siempre encontraba a alguien dispuesto a hacer un gesto de desaprobación o incluso un comentario sobre las escasas dotes educativas de los padres, era mucho más probable que consiguiese aquello que deseaba.
Porque la cosa funciona así. Ante el juicio social, los papás tienden a cortar el mal rato de la forma más expedita: dándole al peque aquello por lo que berrea desconsoladamente para que calle y deje de molestar a los demás con sus gritos. Resultado: el niño sofisticará ese comportamiento que tan buenos resultados le aporta tan pronto vuelva a tener ocasión.
La cesión como refuerzo positivo
Desde el punto de vista conductual, ese momento incómodo tiene explicación: ceder a la rabieta actúa como refuerzo positivo. El niño aprende que gritar o llorar es una forma eficaz de conseguir lo que desea. Y que, si además, hay adultos alrededor, papá y mamá se vuelven mucho más receptivos a sus demandas.
Así que, queridos padres o futuros padres: fuera culpas, porque casi siempre habrá alguien que juzgue. Y en lo que respecta a quienes están deseando calificar las dotes educativas de otros, les pediría un poquito de paciencia ante los berrinches infantiles, porque a veces esos comentarios complican la educación innecesariamente. Y, aunque ignorar o mantener el límite firme puede parecer más difícil al principio —porque la conducta puede intensificarse un poco antes de extinguirse—, es la estrategia que a largo plazo reduce los berrinches.
Algunos desencadenantes evitables de antemano
El cansancio, el hambre, la frustración o la sobreestimulación son algunos de los desencadenantes más habituales de las rabietas de nuestros peques. Prevenirlos —descansar, anticipar normas, ofrecer opciones limitadas o validar la emoción sin ceder— puede reducir su intensidad y frecuencia. Si, a pesar de ellos, son continuos, prolongados en el tiempo o incluyen autolesiones, no está de más consultar con un profesional que oriente sobre estrategias adaptadas a cada caso.
Un chiste tan viejo como acertado
Todo lo anterior me lleva a recordar ese chiste tan viejo como acertado, protagonizado por dos hombres que comparten vagón, uno de los cuales viaja con su hijo pequeño, que no tiene un buen día.
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—Si fuese mi hijo, lo tiraría por la ventana —se queja molesto el otro viajero.
—Si fuese su hijo, yo también lo haría —responde el padre.
Pues eso.







