Cuando destacar es un problema
Hace unos días me encontré con una amiga a la que, por razones que no vienen al caso, llevaba algún tiempo sin ver. Sabía por personas interpuestas que había sido contratada por la empresa X y me alegré por ella, porque era el trabajo que siempre había deseado. Por eso, cuando sentadas en una terraza frente a sendos cafés me explicó que no acababa de sentirse a gusto en la empresa, le pedí perpleja que me explicase la causa.
«Mi jefe me llamó hace un par de semanas y pensaba que sería para felicitarme. No es por tirarme flores, pero me gusta lo que hago y lo hago muy bien. La conversación, sin embargo, fue por otros derroteros. Me pidió —para ser exactos, me exigió— que redujese la productividad. Me aclaró que, si a lo largo de la semana soluciono cinco reclamaciones cuando el resto del equipo resuelve tres, haré que la dirección incremente la carga de trabajo de todos, porque querrá que se cierren cinco expedientes semanales en lugar de los tres habituales.
Ahora me encuentro en un callejón sin salida: el usuario que tiene un problema me agradece que lo resuelva con rapidez —y yo lo hago encantada, si está en mi mano—, pero me veo obligada a reducir el ritmo. Me paso parte del tiempo mirando la pared y con la desagradable sensación de que, entretanto, muchas personas esperan a ser atendidas.»
Este problema no es nuevo y, en determinados entornos, hace que excelentes profesionales se vean obligados a reducir sus niveles de desempeño para adaptarlos a los del grupo, con la consiguiente sensación de hastío y desmoralización.
Paralelismo con la escuela
La escena anterior también tiene su parangón en los centros escolares, donde buenos estudiantes o chavales con altas capacidades se ven obligados a «adormecer» esas cualidades para adaptarse al ritmo de un programa educativo que no deja espacio para las excepcionalidades.
A veces, incluso desde pequeños, los niños aprenden a esconder lo que saben o a no levantar la mano en clase para no destacar demasiado frente a sus compañeros. Ese «frenarse» puede parecer algo anecdótico, pero con el tiempo termina moldeando la forma en cómo los alumnos entienden el esfuerzo y el aprendizaje.
Impacto sobre la motivación
Lo preocupante es que el mensaje implícito se traslada de generación en generación: si un niño crece creyendo que sobresalir es motivo de crítica o rechazo, puede interiorizar que «ser menos» es más seguro que mostrarse tal cual es.
Esto, a la larga, desincentiva la curiosidad, la creatividad y el deseo de aprender. Inhibir el talento no solo limita el rendimiento académico; también provoca sentimientos de frustración, apatía y desmotivación.
Necesitamos sistemas que potencien las capacidades
Algo falla en nuestras aulas, administraciones públicas y empresas cuando alguien —niño, joven o adulto— se ve instado (ya sea expresa o veladamente) a hacer mucho menos de lo que podría o querría.
No se trata de medir el desempeño de los demás por ese baremo porque, obviamente, no todos tenemos las mismas capacidades y nuestro ritmo de trabajo o estudio es diferente. Pero tampoco podemos impedir que otros desarrollen las suyas, alegando que el que alguien sea más eficiente o rápido que yo, me obliga a esforzarme más.