Vivir en automático
Hace unos días, un paciente adulto me comentaba —con bastante angustia— que su vida comenzaba a parecerse a la del espectador que permanece con los ojos clavados frente a una serie de Netflix: no termina de procesar un episodio cuando la plataforma ya le está proponiendo el siguiente.
«Y no solo eso —añadía—: tengo la desagradable sensación de percibir solo lo que otros quieren que perciba, como si mi capacidad de decisión —y con ella, el control de mi vida— ya no me perteneciera».
Esta comparación me pareció tremendamente gráfica de un hecho expresado con frecuencia por los adultos con TDAH que visitan nuestra consulta: el malestar que provoca una vida tan acelerada y repleta de demandas que únicamente puede ser vivida en automático.
Más allá de las obvias diferencias personales, cuando analizamos el porqué de esa sensación, surgen como factores de fondo los déficits a nivel ejecutivo: los problemas para planificar y organizar actividades, la procrastinación, la dificultad para realizar tareas simultáneas que impliquen distintos dominios… Todo esto ralentiza significativamente muchas actividades cotidianas.
En algunos casos, se suma una baja velocidad de procesamiento, lo que complica aún más la ejecución de tareas que implican varios pasos. La combinación de estos factores da lugar a esa sensación de «vivir en una serie de Netflix» a la que se refería nuestro paciente.
No todo es TDAH
Todo lo anterior es bien conocido por los profesionales que trabajamos en el ámbito del TDAH. Sin embargo, hay un aspecto que a menudo pasa más desapercibido y que modula la expresión del trastorno hasta el punto de que puede inducir a error con otros diagnósticos: la personalidad del adulto.
El adulto con TDAH tiene una personalidad y se ha desempeñado a lo largo de su vida en entornos concretos. Las conductas compensatorias desarrolladas son resultado de la combinación de ambos factores.
El perfil que observamos en nuestro paciente suele relacionarse con esta sensación de «vivir en una serie de Netflix»: rigidez, perfeccionismo, elevada autoexigencia, necesidad constante de control, escasa tolerancia al error y pensamientos rumiativos.
Si a este perfil (caracterizado por la necesidad de control) se le añade un TDAH con sus propias dificultades de regulación cognitiva, emocional y conductual, el resultado termina siendo una doble fuente de ansiedad.
La ansiedad, a su vez, afecta a unas funciones ejecutivas de por sí deficitarias, dificultando la organización, la toma de decisiones y el rendimiento, tanto en el ámbito personal como profesional.
Es la pescadilla que se muerde la cola: ante el miedo al fracaso, la persona tiende a centrarse en sus errores, en lo que no ha hecho bien, en posibles olvidos o descuidos. Estos pensamientos intrusivos enlentecen la ejecución de cualquier tarea… y aumentan el malestar.
Esto es lo que solemos ver en la consulta: una ansiedad exacerbada. Y es comprensible. Es muy difícil convivir tratando de reconciliar dos tendencias contrapuestas.
En muchos casos, la terapia debe comenzar por ahí: por reducir la ansiedad. Y, por supuesto, diferenciar qué tiene que ver con el perfil de personalidad y qué corresponde al propio trastorno.