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Conducta en la primera infancia

Los berrinches y lo que los adultos llamamos «mala conducta» son normales a ciertas edades. Los niños están en pleno desarrollo en todas las áreas evolutivas, también en la comportamental. A nadie le extraña que un niño hable con «lengua de trapo» cuando tiene año y medio, porque entendemos que está aprendiendo. Pero al igual que ocurre con el lenguaje, el niño también tiene que aprender a regular su comportamiento. Y para aprender tiene que experimentar.

¿Pero qué entendemos por normal?

Podríamos seguir añadiendo a esta relación muchos otros comportamientos infantiles que a los adultos nos pone tan nerviosos cuando llegamos agotados a casa.

¿Por qué lo hacen?

  • Para reclamar nuestra atención. Aunque lleven tres horas con nosotros, nunca tienen suficiente, porque somos sus figuras de referencia y apego.

  • Por celos o competencia entre hermanos o adultos. Quieren tener nuestra atención en exclusiva, demostrarnos que son los mejores o que están mucho más malitos que su hermano…

  • Por frustración. Cuando no logran lo que quieren o están enfadados porque no consiguen comunicarse.

  • Por miedo a la separación de la figura de referencia. En multitud de situaciones el niño se siente inseguro porque teme que el adulto no vuelva.

  • Reacción al malestar. Por enfermedad, cansancio, hambre o malestar emocional.

  • Por no cumplir con las expectativas de los padres. A veces los padres tienen expectativas poco realistas y pretenden que sus hijos se comporten como niños de más edad.

  • Por hábitos inadecuados que se han instaurado como comportamiento habitual.

¿Qué podemos hacer los padres?

Antes de nada debemos recordar que educar es DISFRUTAR de nuestros hijos, pero también SER SUS GUÍAS EN EL DESARROLLO. De la misma forma que tomábamos sus manos cuando comenzaban a dar los primeros pasos, nuestros hijos necesitan nuestra ayuda para desarrollar y regular su comportamiento.

Las orientaciones dependerán fundamentalmente de la edad del niño y de su madurez. Educar requiere disciplina, pero esta disciplina se debe aplicar desde el amor y el respeto. El niño necesita disponer de un marco claro, un «mapa» con los límites que no puede sobrepasar. Necesita saber qué puede y qué no puede hacer. Este marco le proporciona seguridad, define sus responsabilidades y le permite anticipar la respuesta de su entorno.

¿Cómo establezco los límites?

  • Establecer qué límites son infranqueables y ser consistentes y coherentes.

    • A la hora de fijar nuestros límites familiares debemos ser flexibles: no todos hacemos las cosas del mismo modo, por lo que no insistiremos en que el niño lo haga a nuestra manera.
    • Permitir cierto margen de autonomía: no lo hacemos todo nosotros, sino que vamos aumentando las responsabilidades del niño paulatinamente.
    • Dar al niño la oportunidad de que tome decisiones por sí mismo.
    • Confiar en nuestro hijo.
  • Empatía. Reconocer el sentimiento del niño y legitimarlo, darle valor para poder reconducirlo. Aceptamos el sentimiento, pero no la mala conducta. «Sé que estás muy enfadado porque mamá no te ha comprado el helado, pero no está bien que te tires al suelo. ¿Qué podríamos hacer? ¿Qué te parece si vamos a casa y jugamos un rato juntos?».

  • Comunicación bilateral. El adulto debe hablar menos y escuchar más para que el niño pueda expresar lo que siente y podamos ayudarle a llegar a la conclusión que buscamos. Le dejaremos plantear posibles soluciones al problema.

  • Consecuencias. El niño aprende de las consecuencias de su comportamiento, no de las amenazas ni de los sermones. De nada sirve decir que le vamos a castigar si después no llevamos a cabo el castigo. Los sermones carecen de eficacia porque el niño se acostumbra a ellos y desconecta de inmediato.

A pesar de nuestros esfuerzos, en ocasiones nuestro hijo sigue sin hacernos caso y nos invade la frustración y la rabia.

¿Qué hacemos entonces?

En primer lugar, respirar profundamente. Siempre es mejor apartarse un momento y contar hasta 30, 40 o 90 que empezar a gritar. Alejarnos un poco nos permite serenarnos y pensar como los adultos que somos. Una vez calmados, haremos saber al niño que estamos enfadados utilizando términos referentes a nuestros sentimientos, evitando expresiones del tipo «Eres malo», «No te aguanto» o «Eres tonto». El niño ha tenido un mal comportamiento que nos ha llevado al límite, pero no es más que eso -un comportamiento-, no un rasgo de personalidad: hay una gran diferencia entre el hecho de portarse mal (comportamiento) y ser malo (rasgo de personalidad). El lenguaje puede herir profundamente, por lo que hemos de manejarlo con cuidado.

Cuando la tempestad amaine podemos hablar sobre el conflicto y tratar de ser constructivos. Haremos notar que hemos sido capaces de calmarnos –aunque los dos estábamos muy enfadados–, y pensaremos juntos qué cosas podemos hacer mejor en el futuro.

¿Es el castigo una opción a edades tempranas?

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El castigo debe ser siempre el último recurso –sobre todo, a edades tempranas- porque no suele dar resultado a corto ni a largo plazo. Además, el niño aprenderá a ocultar con habilidad los malos comportamientos. Esto no significa que un mal comportamiento no tenga una consecuencia clara y directa, pero procuraremos reforzar las conductas positivas mediante el refuerzo positivo. Todos los niños sin excepción quieren sentirse queridos y aceptados por el adulto. Si reforzamos las conductas positivas tenderán a repetirlas para recibir el reconocimiento de sus padres.

Pensemos por un momento en nuestro mundo adulto. ¿Qué nos resulta más motivador? ¿Que nos descuenten parte de la nómina por hacerlo mal o que nos den un extra por hacerlo bien? Sin duda, lo segundo. Con los pequeños ocurre exactamente lo mismo, con la diferencia de que les basta con el abrazo y la sonrisa del adulto.

Apliquemos entonces el refuerzo positivo o el reconocimiento de las conductas deseadas. Comentarios del tipo «¡Qué bien, cariño, te has lavado las manos solito!» o «¡Madre mía, si has guardado las zapatillas en el zapatero!, ¡pero qué chico tan mayor!» son mucho más eficaces que reproches como «Te he dicho millones de veces que guardes tus zapatillas», que harán que el niño desconecte de inmediato porque ya sabe lo que se le viene encima.

No olvidemos la búsqueda conjunta de soluciones. Con los niños de cierta edad podemos hablar, una vez superado el conflicto, de posibles alternativas o soluciones. Les haremos saber que su conducta es inaceptable y que no debe volver a repetirse, y que ese hecho nada tiene que ver con el cariño incondicional que sentimos por ellos. De esta forma, les estaremos entrenando en la resolución de conflictos, una habilidad de la que habrán de hacer uso a lo largo de toda su vida.

Mi hijo no para ni un momento

Esta inquietud motriz es normal entre los dos y los cuatro años y medio. El niño explora el mundo a través del movimiento; su cerebro está ansioso por conocer todo lo que le rodea y busca estímulos constantemente. Además, para que se pueda dar un desarrollo motriz adecuado, el cuerpo tiene que moverse. Los programas educativos convencionales obligan a los niños a permanecer sentados desde primera hora de la mañana hasta el momento del recreo o la hora de irse casa, con mínima presencia de asignaturas como educación física. Afortunadamente, este paradigma educativo está cambiando gracias a los esfuerzos de profesionales de la educación que defienden el concepto del niño como un yo integral que necesita desarrollarse en todas las áreas y no solo en la cognitiva.

Las estrategias siguientes pueden facilitar el día a día con nuestros pequeños y permitirnos disfrutar más con ellos.

  • Anticipar al niño las situaciones de espera como, por ejemplo, cuando aguardamos en la sala de espera del médico.
  • Buscar elementos en nuestro entorno que puedan servirle de distracción mientras esperamos. Llevar una pequeña mochila con juguetes, cuaderno, pinturas, pompero, cuentos, coches, etc., puede ser un buen recurso.
  • Evitar situaciones que obliguen a largas esperas en las rutinas diarias.
  • Hacerle partícipe de la situación de espera. Puede, por ejemplo, colocar la compra en el carro, ojear las revistas de la peluquería…
  • Realizar juegos motores mientras esperamos (por ejemplo, en la cola de entrada al colegio): juegos de palmas, la rayuela, la pata coja…

Eva Estrada

 

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